Johann Sebastian Bach nació el 21 de marzo de 1685 (en el calendario juliano, equivalente al 31 de marzo en el calendario gregoriano). De cualquier manera, con Bach viene la primavera de la historia de la música, el nacimiento de la vida, la luz e, incluso, la resurrección. Bach es probablemente el músico más importante de la historia, el músico de los músicos, y no es baladí que haya sido considerado como el más grande de todos los tiempos por los más reconocidos expertos y por los mismos músicos. Wagner, Schoenberg, Schubert y muchos otros reconocieron la inmensa grandeza de Bach. Mahler dijo: «En Bach todas las células esenciales de la música están unidas como el mundo lo está a Dios; nunca ha habido una polifonía más grande que esta». Beethoven comparó El clavecín bien temperado (su ciclo de preludios y fugas) con la Biblia. El ateo Nietzsche escribió después de oír La Pasión según San Mateo: «Uno que completamente ha olvidado el cristianismo aquí lo escucha como evangelio». Goethe notó que la música de Bach «es como si una eterna armonía se estuviera comunicando consigo misma, como habría ocurrido en el seno de Dios antes de la creación del mundo». Sugiriendo acaso que en la música de Bach la inteligencia misma del universo -su ratio– conversa consigo misma, Dios se revela, la imagen divina se imprime en el cosmos y el tema eterno se repite, pues la creación es, como una de las fugas de Bach, repetición en diferencia, la luz divina a través de un prisma. Todos estos símiles religiosos son apropiados pues Bach, como es evidente para cualquiera que conoce un poco su obra, fue una persona profundamente religiosa, «un teólogo que trabajaba con el órgano». En su copia de la traducción de la Biblia de Lutero, Bach escribió, entre las múltiples notas que dejó: «En un recital de música devocional, Dios siempre nos honra con su gloriosa presencia». Y en otra parte: «El propósito y razón de toda la música no es más que glorificar a Dios y refrescar el alma» (y ciertamente su música es el más alto refrigerio del alma). Pese a que Lutero consideró que el teólogo cristiano Dionisio Aeropagita era «más platónico que cristiano», quizá habría que equiparar a Bach con Dionisio, pues éste, como ningún otro teólogo cristiano, concibió el cosmos como una divina liturgia, como pura himnología, como éxtasis teofánico y una perfecta jerarquía que revelaba a través del orden la presencia divina, insuperablemente trascendente a la vez que íntimamente inmanente.
Un crítico de música dice que amamos a Bach «no por romper las reglas» o por una vitalidad salvaje -como nos ocurre con muchos otros compositores-, sino por ajustarse a las leyes, por su perfecta concordancia con un orden, una perfección que apenas adivinamos gracias a su música: «Todos los compositores parecen estar escribiendo novelas, pero Bach escribe no-ficción». Cierto: Bach no escribe ficción y, sin embargo, escribe siempre música religiosa, evangeliza. Una teología de proporciones matemáticas, analogia entis, imago dei. Esto para la mente secular moderna podría parecer aberrante, pero esta mentalidad mecanicista no suele percibir la belleza y lo que revela la belleza del mundo. El teólogo David Bentley Hart escribe:
La belleza es el sorprendente recordatorio, incluso para aquellos sumergidos en la superstición del materialismo, de que aquellos que ven la realidad en términos puramente mecanicistas no ven el mundo real, sino sólo su sombra. Estando enfrente de una pintura de Chardin o Vermeer, uno puede describir el objeto en términos de puros elementos físicos y eventos pero aun así dejar de ver la pintura por lo que realmente es: un objeto cuyos aspectos visibles están cargados con un exceso de significado y esplendor, una misteriosa gloria que es el racional último de su existencia, una dimensión radiante de valor absoluto al mismo tiempo mostrándose a sí misma dentro de los límites de la forma material y trascendiéndolos.
Es por esto que se puede hacer la quizá polémica aseveración de que Bach hace teología, pues lo teológico es literalmente el logos de Dios, razón, proporción y palabra de Dios. Y lo que el teólogo busca es comunicar la presencia de Dios y el auténtico teólogo, como enseña la Iglesia ortodoxa, es quien reza, quien ha encontrado en su propia práctica la presencia divina. Lo que la teología ha olvidado es la belleza. La belleza, que es siempre lo que nos invita -en el resplandor de la forma- hacia lo trascendente que se sugiere en lo inmanente, a lo infinito que aparece en lo finito (como el mismo Bach escribió: la música tiene la capacidad de hacer inmanente a la divinidad trascendente). Quien fuera quizá el más brillante teólogo cristiano del siglo XX (y un prometedor pianista en su juventud), Hans Urs von Balthasar, celebra la estructura fractal de la música de Bach y la compara con el Evangelio:
De un brazo un arqueólogo puede reconstruir una estatua completa y un paleontólogo puede reconstruir todo un animal con un solo diente. Un musicólogo debería poder decir, a partir de un único motivo en una fuga, si se intentó como parte de una doble o triple fuga, y adivinar la estructura rítmica que el segundo y el tercer tema deben tener. Cualquiera que ha escuchado a Bach sabe, en la fuga clásica, que el arreglo rítmico está en oposición: el primer tema es lento y reposado, el segundo avanza más rápido, y el tercero contiene un martilleo rítmico; y cada oyente sabe que esta variada construcción temática es determinada a razón de la arquitectura de la totalidad de la fuga. Algo similar ocurre con el Evangelio. El tema escatológico, tomado por su propia cuenta, es incomprensible sin la cadencia del sufrimiento de Cristo…
(Gloria. Estética teológica, vol. 1)
Cada parte sólo tiene significado en relación a la totalidad de la obra y, sin embargo, cada parte recapitula la obra en su totalidad, es un signo, un logoi, de esa perfección.
David Bentley Hart, uno de los herederos del acercamiento eminentemente estético a la teología de Von Balthasar, y uno de los grandes eruditos de nuestra época, va más allá y dice: «Bach es el más grande de los teólogos cristianos, el testigo más inspirado del ordo amoris en el tejido de la existencia«. Hart ensaya un barroquismo literario para acercarse al más grande artista barroco de todos los tiempos:
nadie tan convincentemente demuestra que el infinito es belleza y la belleza es infinito. Es en la música de Bach y en ninguna otra parte, que el potencial ilimitado del desarrollo temático se vuelve manifiesto: cómo un tema puede desdoblarse inexorablemente a través de la diferencia, mientras que mantiene su continuidad en cada momento de repetición, sobre una superficie potencialmente infinita de repetición variada. Y es un tipo de infinito particular que está en juego, para el cual no hay otro modo estético adecuado… La música de Bach es la suprema música cristiana: refleja como no lo ha hecho ningún otro artefacto humano la visión cristiana de la Creación.
La analogía entre las obras de la mano de Dios y de Bach es audible principalmente en la capacidad ilimitada de Bach de desarrollar líneas separadas en extraordinarias intrincaciones de complejidad contrapuntística, sin jamás sacrificar la «paz»; las medidas de concordia, que gobiernan la música. Esto es especialmente evidente, obviamente, en las grandes fugas, particularmente en los últimos años: una doble, tripe o hasta cuádruple fuga nunca es demasiado densa para ser fraguada por la inventiva de Bach, para abrirse en cada vez más inesperados desenlaces, ni tampoco la pluralidad temática logra resistirse a una serie de combinaciones aumentadas, disminuidas o invertidas.
Hart lee en la música de Bach una ontología de la paz, una infinita progresión de cada vez más belleza, que se repite en su diferencia, como la unidad misma de la divinidad que encuentra su gloria en la multiplicidad del mundo creado, en una profusión más matemática que selvática. Una música que podría estar emparentada con la teología de Gregorio de Nisa y su epektasis y en oposición a la ontología de la violencia, como se puede encontrar en la música de Wagner y en la filosofía de Nietzsche. Incluso lee en la música de Bach una especie de vida trinitaria, de administración consustancial de las funciones de creación y preservación del cosmos:
Hay un dinamismo pneumatológico en la música de Bach, por así decirlo, la gracia siempre encuentra la medida de la reconciliación que preserva la variedad; y es así que ofrece una analogía estética del trabajo del Espíritu en la creación, su poder de desdoblar el tema que Dios imparte a la creación en cada vez más profusos y elaborados desarrollos, sobreponiéndose a toda serie discordante.
Es el Espíritu Santo el que inspira, el creator spiritus, el espíritu de la creatividad, la energía que ilumina la mente de los profetas y los poetas, de los místicos y los músicos, y es también el Espíritu el que guarda el patrón de la creación, el orden dinámico, la imagen en movimiento de la eternidad que se imprime en las cosas para que reflejen la gloria divina y el mundo se vuelva sinfonía. La música de Bach es realmente un acontecimiento del Espíritu, que es a fin de cuentas, como notó Valéry, el único autor.
Fuente: Pijama Surf