Nacida en las cortes europeas y desarrollada a lo largo del siglo XVIII, la sinfonía alcanzó su perfección formal con Haydn y la madurez definitiva en manos de Beethoven, quien logró un ciclo sinfónico prácticamente perfecto. A partir de sus célebres nueve sinfonías se produce el extraño fenómeno de que ninguno de los grandes compositores lograra rebasar el número mágico del maestro: Schubert, Dvorak, Bruckner y Mahler se quedaron en nueve; Sibelius, en siete; Tchaikovsky y Nielsen, en seis; Mendelssohn, en cinco; Schumann y Brahms, en cuatro. De todos los grandes sinfonistas únicamente Shostakovich logró romper el maleficio con quince sinfonías, una marca que sería posteriormente igualada por el gran compositor sueco Allan Pettersson.
Curiosidades numéricas aparte, tal vez el éxito de la sinfonía como género musical se debe a su capacidad de expresar casi cualquier cosa, desde el drama personal al conflicto histórico, el amor y la guerra, la pintura y la poesía, mediante una enorme gama de emociones. La discusión que mantuvieron una vez dos de los mayores sinfonistas de su tiempo revela muy bien la polaridad esencial de esta estructura musical que podría denominarse “la novela de la orquesta”. Sibelius abogaba por la “lógica interna”, la cohesión temática entre los motivos, mientras que Mahler decía que la sinfonía “debe ser como el mundo, debe abarcarlo todo”.
La lista es lamentablemente breve e innecesariamente injusta, pero no había lugar para todos. Entre las ausencias más clamorosas, los aficionados no dejarán de lamentar a Haydn, a Schubert, a Schumann, a Mendelssohn, a Bruckner, a Nielsen, a Prokofiev y a Vaughan-Williams.
Mozart. Sinfonía No. 41 ‘Júpiter’
Compendio y suma del sinfonismo mozartiano, la Júpiter es todo gozo, pura alegría de vivir, una lección de ímpetu escrita a las puertas de la muerte donde el genio de Salzburgo rinde tributo al pasado en el fabuloso contrapunto del último movimiento al tiempo que anuncia el romanticismo entre destellos y disonancias. El gran escritor Anthony Burgess, que también era compositor, eligió el último movimiento como la música que acompaña el fin del planeta Tierra en su novela Fin de las noticias del mundo.
Beethoven. Sinfonía No. 9 ‘Coral’
Después de explorar de arriba abajo todas las posibilidades formales que había recibido de manos de Haydn y Mozart, Beethoven reventó para siempre el género con esta obra maestra, que ha sobrevivido intacta a la adoración, a la idolatría y a todas las espantosas versiones pop que han masacrado la maravillosa melodía del final, tal vez la más simple jamás salida de su pluma. Su misterioso comienzo, con sus quintas vacías, es el comienzo absoluto, que va desenvolviéndose y pasando por toda la gama de las pasiones (la rabia del pimer movimiento, el brío del scherzo, la ternura casi insoportable del adagio) hasta desembocar en ese final majestuoso con cantantes y coros donde Beethoven puso en corcheas la utopía.
Berlioz. Sinfonía ‘Fantástica’
Sin ser propiamente una sinfonía, sino un poema sinfónico, es decir una música que sigue un programa literario, son tantos los paisajes, sentimientos y bellezas que alberga, que se hace difícil excluirla de cualquier selección. Inspirada en su apasionado idilio con la actriz Henrietta Constance Smithson y subtitulada ‘Episodios de la vida de un artista’ se divide en cinco espléndidos movimientos donde Berlioz relata un ensueño provocado por el opio, una alucinación programática que se abre con un sueño y concluye con una pesadilla. Puro romanticismo psicodélico.
Brahms. Sinfonía No. 4
Todo el anhelo, la tristeza y la sombría resignación del mundo brahmsiano se despliegan en el simple intervalo que vertebra el primer movimiento, una serie de terceras descendentes, de preguntas que súbitamente se transforman, como dijo Bernstein, “en un enloquecido tango alemán”. Si el andante mira hacia el pasado y el scherzo parece una incoherente explosión de alegría, de repente el finale (allegro energico e passionato) culmina en una severa y abrumadora chacona donde ocho notas de bajo se repiten incesantemente en treinta variaciones y una coda que tejen uno de los pasajes más prodigiosos de la historia de la música.
Dvorak. Sinfonía No. 9 ‘Del Nuevo Mundo’
Puente entre América y Europa, entre los campos eslavos y los grandes paisajes que recorrió en un viaje triunfal por Estados Unidos, la Novena de Dvorak está recorrida de arriba abajo por un pulso de asombrosa energía y punteada por una especie de folklore imaginario donde se mezclan las danzas de su Bohemia natal con ritmos tomados de las tribus indias. El resultado es una obra deslumbrante de principio a fin, de inagotable riqueza musical cuyas inolvidables melodías han sido saqueadas una y mil veces. No importa cuántas veces se escuche: su encanto es indestructible.
Tchaikovsky. Sinfonía No. 6 ‘Patética’
La Sexta de Tchaikovsky es, tal vez, la primera sinfonía de la historia que concluye (al igual que la Cuarta de Sibelius) no con una afirmación de vigor, sino con un susurro, una queja y un suspiro fúnebre. Imposible no conectar la amargura y el dramatismo que destila esta música, la última que llegó a componer, con los pasajes de su atormentada biografía: su matrimonio fallido, su ruptura definitiva con la mecenas que lo ayudó durante tantos años, su homosexualidad que le causó tantos pesares y que todavía hoy se oculta, su fallecimiento pocos días después de poner punto final a esta obra y donde algunos biógrafos ven un suicidio disfrazado. En los acordes finales con que se apaga la sinfonía también hay quien escucha los últimos latidos de un corazón que se para.
Sibelius. Sinfonía No. 5
Los ritmos de la naturaleza, los lagos, las montañas y los fríos bosques finlandeses inundan esta grandiosa partitura que parece ir creciendo como un organismo vegetal hasta usurpar el mundo. “Es como si Dios hubiera destrozado el mosaico del cielo y me hubiera pedido que lo recompusiera” escribe Sibelius en sus diarios a propósito de esta página inigualable. En una primera versión, la sinfonía constaba de cuatro movimientos diferenciados pero, en un alarde de audacia, el compositor empalmó dos movimientos en uno para intentar acercarse a esa idea de continuo musical que le rondaba desde siempre. Desde la misteriosa llamada de las trompas del primer movimiento hasta el insoportablemente hermoso tema de los cisnes en los metales (un crítico dijo que era el martillo de Thor balanceándose en la tormenta) toda la sinfonía es un resplandeciente y panteísta himno a la vida que concluye con ocho brutales golpes de la orquesta.
Mahler. Sinfonía No. 9
“Es la muerte en persona” dijo Alban Berg después de oír el primer movimiento. Mahler quería que entre él y el resto de la obra el público saliera a meditar durante quince o veinte minutos, tal es el aire de desolación y pesimismo que, según él, impregna las notas. Cuando su existencia ya se acababa por culpa de una enfermedad del corazón, Mahler se detuvo en medio de diversas encrucijadas: la superstición sobre si decía escribir o no una Décima Sinfonía, la incertidumbre ante su carrera como director de orquesta, el miedo a que su esposa Alma lo abandonara. En el adagio final, parece como si Mahler estuviera despidiéndose del mundo al modo en que ya lo había hecho en La Canción de la Tierra: diciendo sí a todo, sí a la música, sí a Alma y sí a la vida.
Shostakovich. Sinfonía No. 7 ‘Leningrado’
Escrita en medio del cerco de Leningrado, la partitura de la Séptima tiene una historia añadida de espionaje que empieza con un microfilm rumbo a occidente y termina con una pelea entre los directores más famosos del mundo por el honor de estrenarla. De inmediato se erigió como un monumento contra el horror de la guerra y un himno a la resistencia del pueblo ruso, pero poco a poco, al igual que su sinfonía melliza, la Octava, adquirió una lectura adicional como el testimonio de la bestialidad humana y el sufrimiento bajo la opresión estalinista. Desmesurada, descarnada, descarada, amarga y desoladora, la Séptima es una de esas obras donde aparece la dualidad esencial de Shostakovich, su humor y su negrura, su cinismo y su melancolía: un músico que era a la vez la gloria y la víctima del régimen soviético.
Messiaen. Sinfonía ‘Turangalila’
Monumento al amor, bóveda de fe, decálogo de la alegría, hay quien ha dicho que esta partitura inmensa y fulgurante es el Taj Mahal de la música del siglo XX. Messiaen, un compositor fuertemente religioso, siempre estuvo fascinado por el canto de los pájaros y los misterios del ritmo hasta el punto de que, fuera de las diversas corrientes y escuelas, abrió la música contemporánea a un paraíso luminoso y transcendente del que la Turangalila es su más sencilla puerta de acceso. Reforzada con un piano y un exótico instrumento electrónico llamado ondas Martenot, la orquesta de esta sinfonía forma un océano rumoroso plagado de timbres, texturas, trinos de aves y trompetas apocalípticas. En el adagio central (Jardín del Sueño de Amor), lleno de reminiscencias wagnerianas, el erotismo de Tristán, el recogimiento cristiano y el éxtasis budista se entremezclan en una plegaria interminable.
Fuente: Cuarto Poder
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